Aquel día decidió que iba a acompañarme, iba a ser su
dubab por un día.
Se acercó a mí, con sigilo y algo de recelo. Primero me tocó el brazo y se alejó. Me giré y no vi a nadie. Al poco noté una leve presión en el brazo. Esta vez, al girarme me encontré con los enormes ojos negros de una niña que me miraban con algo de temor y mucha curiosidad. Debía tener cuatro años o tal vez menos. Le sonreí y le dije hola. No me contestó, ni me sonrió. Sólo seguía mirándome con su carilla asustada mientras se metía una mano en la boca.
Al poco se acercó más a mi. Volví a sonreirle pero siguió sin responder ni con un leve gesto. Me levanté y me siguió. Se paró junto a mi y me agarró de la pierna. No me decía nada, sólo estaba allí, mirándome, escuchando cómo hablaba en una lengua que ella no comprendía.
Intenté averiguar su nombre pero a cualquier pregunta, en cualquier idioma, incluso el suyo, simplemente no respondía. Tampoco conseguí que nadie me dijera su nombre. Así que la niña sin nombre que había decidido acompañarme y yo nos pasamos el día juntas, sin cruzar palabra, al menos por su parte, sólo algún juego de manos y algún dibujo en la arena del suelo.
Pasaron las horas y mi silenciosa amiga seguía conmigo. Estábamos sentadas en un banco junto a otros niños. Entonces, se recostó sobre mi. Le pasé un brazo sobre los hombros y se acurrucó sobre mi pecho. Era la mayor comunicación que había conseguido mantener con ella. Me emocionó sentirla tan cerca y a la vez tan lejos. Simplemente, quería protegerla. No sé cuánto rato pasamos así, sólo sé que en un momento se levantó y se fue. No volví a verla. Se fue como había llegado, sin presentarse, sin despedirse. Sólo sé que se llevó un pedacito de mi corazón en uno de los bolsillos de su vestido amarillo.