2012/10/19

Dedicado a ellas, a todas las que sufrieron un cáncer de mama

Ahí va un fragmento de una de mis novelas esbozadas, para vosotras:
A Alicia le costó levantarse cuando sonó el despertador. Se le hacía dura la vuelta al  trabajo tras tantos meses de ausencia. Por un lado le apetecía volver a tener el tiempo ocupado en algo más que en leer y tejer y le urgía sentirse útil en vez de una carga, pero, por otro, no quería explicar una y mil veces cómo había ido la operación, cómo se encontraba, las bromas sobre su pelo, todavía muy corto, y le aterraba la idea de que la trataran como una enferma desvalida.
Ella no era de esas mujeres a las que les gusta que los hombres las cuiden, tampoco de las que les da miedo cualquier cosa ni de las que se dejan ayudar. No era una mujer débil.
Se duchó, se vistió con unos tejanos y con uno de los jerseys enormes de lana que se había hecho durante su baja, metió en su mochila la fiambrera con la comida y salió por la puerta.
No fue en bicicleta a la comisaría como antes, sino en metro. El médico le había dicho que hasta el siguiente control, como mínimo, no le darían permiso para hacer ningún tipo de esfuerzo físico.
–Aún gracias que te dejamos volver al cuerpo tan pronto –le había dicho el doctor Rubio cuando intentó replicar.
Le fastidiaba ir en transporte público. No le gustaba esperar a que llegara el metro, ni ir apretujada en un vagón
Dos metros y un transbordo después llegaba a la parada que estaba a un par de esquinas de la comisaría. Recorrió los escasos doscientos metros sin prisa, aunque algo nerviosa. Cuando llegó a la puerta, respiró hondo y entró.
Joan, el mosso encargado del escáner se sorprendió al verla y se levantó para saludarla.
–¡Dichosos los ojos que te ven! –dijo mientras cruzaba el arco de seguridad.
–Hola Joan, ¿qué tal va todo? ¿Cómo va esa rodilla? –respondió Alicia dándole dos besos.
–Pues aquí me tienes, mirando las “intimidades” de la gente -contestó Joan mientras pegaba un ojo al monitor del escáner–. Por cierto, qué sana te veo, que te traes la comida. ¿Te has quitado de las hamburguesas dobles y de la fritanga de la Charito? ¿cuidando la figura?
–Hay que ahorrar, ya sabes  –mintió Alicia para evitar dar explicaciones.
–Ay, mierda de crisis tú, al final pagaremos por venir a trabajar, je. Bueno Ali, que vaya bien el primer día.
–Gracias Joan –cogió y se dispuso a ir hacia el ascensor.
Antes de pulsar el botón, oyó como Joan le decía:
–¿Pero tú ya estás bien verdad?
–Sí Joan, estoy bien –contestó mientras le dedicaba una mirada y una sonrisa.
Cuando el ascensor abrió las puertas en la segunda planta le invadió el olor familiar a café que llegaba desde el office. El conocido run run de las impresoras en el pasillo central, la constatación de que los cubículos seguían alineados formando una trama casi perfecta, y la visión del despacho de Peix al fondo, le confirmaron que nada parecía haber cambiado.
Aún no había llegado nadie, tal y como ella deseaba para poder organizar su mesa tranquilamente y tomarse un té antes del ajetreo laboral.
Fue hacia la que había sido su mesa. Estaba enterrada bajo cajas de papel y su silla había desaparecido.
Respiró profundamente. Oyó un rumor a su espalda. Peix estaba hablando por teléfono en su despacho.  Se le intuía tras el cristal biselado.
Esperó a que colgara el teléfono y fue para allá. Le sudaban las manos.
Picó en el cristal y esperó a que Peix levantara la cabeza para decir:
–¿Se puede?
–¡Qué madrugadora! Bienvenida. ¿Cómo te encuentras? –su jefe mientras se levantaba para saludarla.
–Sí, hola, estoy bien, gracias, con ganas de trabajar de nuevo. Bueno, vi que mi sitio está algo lleno pero...
–Sí, sí, es verdad, tenemos esto hecho un desastre, aunque creo que estarás mejor en la mesa de Moreno, que se jubiló hace un par de semanas. Así tendrás más luz, estarás más cómoda  –le dijo Peix, casi sin respirar. Así hablaba siempre, encadenando ideas sin dejar casi espacio de réplica a su interlocutor.
Alicia pensó que su jefe estaba más amable de lo normal, pero no tenía claro si era por que se alegraba de verla o por compasión. Prefirió no pensarlo.
Se hizo un silencio un tanto embarazoso que Alicia rompió preguntando por varios de sus antiguos casos, después por la fiesta de jubilación de Moreno, por los últimos cotilleos, por los recortes, etc.
Finalmente, la conversación giró hacia su enfermedad, la operación, los tratamientos. Al explicarlo se sintió más cómoda de lo que esperaba e incluso bromeó con su corte de pelo de marine.
–Sí, ¿a que parezco la teniente O’Neil? –dijo mientras se pasaba la mano por la cabeza.
Se empezó a oír cómo llegaban los demás agentes.
Peix la rodeó por los hombros en un gesto que ni de lejos le pareció normal y la llevó hacia fuera del despacho.
–Chicos, mirad quién ha vuelto –dijo alzando la voz y consiguiendo que todos se giraran hacia ellos.
Alicia se sentía como la niña nueva del colegio.
Uno por uno, todos sus compañeros la saludaron, le preguntaron, bromearon con su pelo, le dijeron que la veían más delgada, tal y como había supuesto.
A media mañana, aún no había conseguido instalarse en su nueva mesa.
Finalmente, tras el desayuno, se sentó en la que había sido la silla de Moreno y pensó que por fin, había vuelto. Lo había conseguido.
Lejos quedaban ya las consultas médicas, las pruebas, el diagnóstico, la operación, la quimioterapia, la búsqueda de alternativas fuera de la medicina convencional y la lucha del día a día sin planificar más allá de las veinticuatro horas siguientes.
Mientras se perdía en esos pensamientos mirando por la ventana, se acercó Peix por la espalda, silencioso, como siempre.
¿Qué te parece si te pongo un poco al día? Ven a mi despacho y hablamos un poco. Hay mucho que hacer, bueno, pero sin estresarse, eh? –y con una señal le indicó que lo siguiera.
Había dado un respingo y se giró bruscamente al oír la voz de Peix. Escuchó lo que le decía sin decir palabra, y después lo siguió  unos pasos por detrás pensando que, o bien unos extraterrestres pacifistas habían abducido a su jefe durante aquellos meses de ausencia o definitivamente la compadecía.
Al llegar al despacho se encontró con que había alguien esperándoles.
Se trataba de Daniel Mayo, el que fuera compañero de Moreno hasta su jubilación.
Alicia no había trabajado nunca con él y apenas había cruzado una docena de palabras.  Tenía fama de tranquilo y frío, algo que chocaba con su aspecto de luchador de metro noventa. Por lo demás, lo poco que sabía de él, eran rumores. Había quien decía que era de una secta, otros que era un tipo raro que tiraba las cartas del tarot, que bailaba tango y algunos de la vieja escuela aducían que tanta calma y tanto músculo combinados sólo podían significar que fuera homosexual.
Mayo y Moreno eran famosos por llevar entre manos casos de larga duración, aquéllos que tenían muchos números de ser archivados, que ponían a prueba la paciencia de cualquiera.
Peix no dio tiempo a saludos y empezó su discurso mientras se dirigía a su mesa:
–Después del repentino cambio de unidad de Xavi y luego tu enfermedad, los casos que vosotros llevabais se los quedaron mayoritariamente Moreno y Mayo. La mayoría quedaron resueltos y alguno, se archivó. Prefiero que empieces con algún tema que esté en marcha que con algún caso desde cero. Además Mayo necesita un nuevo compañero y, hasta que llegue la nueva remesa de cachorros con ganas de ser Perry Mason no os puedo garantizar ni a ti ni a él a nadie más de refuerzo y, como están las cosas, quién sabe cuando entrarán los recursos.  Creo que os irá bien como equipo.  Ali es muy metódica, nada que ver con el caótico Moreno y Mayo es muy tranquilo y en tu estado... –.
Alicia luchaba con todas sus fuerzas con las irrefrenables ganas de contestarle a su jefe y dejarle claro que no era ninguna impedida. Hasta entonces nunca la había llamado por la abreviatura de su nombre, siempre por el nombre y, cuando estaba de malas, por su apellido, Quart.
Daniel, simplemente asentía con ligeros movimientos de cabeza y parpadeos.
–Mayo, pásale toda la documentación para que se ponga al día cuanto antes. Tienes mucho que leer y clasificar, Ali. Vas a estar entretenida, eh. –siguió diciendo Peix.
¿Por qué caso crees que es mejor que empecemos? –preguntó Daniel sin mirar a su nueva compañera.
–Por el 2538...o mejor no, que hay demasiados informes forenses y en tu estado...
Alicia no pudo seguir con aquella humillación constante. Era mejor dejar las cosas claras o su vuelta al trabajo iba a ser una pesadilla de conversaciones azucaradas.
–Peix, no estoy embarazada, no soy una impedida, solamente he estado enferma y me han dado el alta, nada más. Es cierto que, por el momento, no podré levantar el garrafón de agua del office en un tiempo o correr una maratón pero por lo demás estoy bien, de verdad así que, por favor, deja de compadecerme. Tengo ganas de ponerme a trabajar y entrar en la dinámica del día a día. Te agradezco que quieras protegerme pero, en serio, estoy bien –y decidió callarse antes de decirle algo poco apropiado a Peix.
Peix la miró un tanto desconcertado, como si realmente hubiera pensado que la enfermedad hubiera transformado a la inspectora Alicia Quart en una doncella desvalida. Después ladeó una sonrisa y prosiguió.
–Bueeeeno, mujer, no te pongas así, si sabes que lo único que queremos todos es que te sientas a gusto aquí, anda, ves a por un café y luego os ponéis a trabajar, ¿de acuerdo? Y si te apetece ponerte con el caso más sangriento, pues como tú veas. Anda, va, no te enfades, luego hablamos.
Alicia salió del despacho con la sensación de haber perdido mucho más de lo que pensaba con su enfermedad: habían perdido la confianza en su profesionalidad.
Daniel se dispuso a salir del despacho pero Peix lo llamó para que se quedara. Tenían que tratar algunos temas más.
Intentó controlar su ira y fue hacia el office a prepararse un té.
Se alegró al ver que no había nadie y que podría tomarse la infusión sin hablar con nadie.
Sacó del armario su taza con el dibujo de un tepui.
–Quién pudiera volverse a perder en la Gran Sabana –dijo sin darse cuenta que hablaba sola, una mala costumbre que había adquirido de sus eternos días sola en casa.
Su cabeza se alejó de la comisaría, de Barcelona, de Europa, del ruido y se perdió entre las nubes que se concentraban al atardecer entre aquellas mesetas agrestes del corazón de Venezuela y le humedecían el rostro mientras escalaba.
Pasaron algunos minutos hasta que recordó lo que le habían repetido una y otra vez en las clases de meditación: los recuerdos no están para rememorarlos una y otra vez, sólo son pasado.
Se llevó su taza a la mesa y abrió el expediente que le recomendaron que no mirara en “su estado”: el 2538.
[...]
Alicia dejó de leer. Recordaba muy bien aquellos días del crudo invierno de hacía un año en los que había comenzado todo a desmoronarse. El aborto, el final de aquella extraña historia con Xavi, las primeras molestias y, finalmente, el cáncer.
–Alicia, ¿te bajas a comer a La Charito? Debes haber añorado sus croquetas, venga va, que te esperamos –dijo Agustín a voces.
­–Hoy no Agus, me traje comida, gracias. –respondió Ali mientras aparcaba sus recuerdos.
–No me puedo creer! ¿Has aprendido a cocinar?
Alicia se encogió de hombros y ladeó la cabeza como única respuesta.
–Pues, nada, tú te lo pierdes.
Mientras acababa de comer en el office apareció Peix. Al menos parecía que su jefe no había perdido la mala costumbre de molestarla mientras comía.
¿Qué cómo va el primer día? Dani se ha ido para otro asunto que lleva de una banda de robo de coches, bueno que lleváis juntos, ya te contará. Oye Alicia, como hoy es el primer día, por qué no te vas a casa cuando acabes de comer. Seguro que debes estar cansada.
Le apeteció pegarle cuatro gritos a Peix para que dejara de tratarla como una inútil pero prefirió ver lo positivo de aquella protección, sonreír y darle las gracias.
Ya había tenido suficiente dosis de vuelta a la realidad por un día y no le haría mal pegarse una buena siesta a la salud de su jefe. Recogió sus cosas y se fue a casa.
Al abrir la puerta notó todo el cansancio y los nervios acumulados durante el día.
Fue directa al dormitorio. Dejó las cosas sobre una silla y se desvistió. Tenía ganas de sacarse el sujetador ortopédico. Aún no se había acostumbrado a él.
Se desvistió. El espejo de pie le devolvió su imagen en ropa interior. Desabrochó el cierre del sostén y lo dejó caer. Sabía que tenía que mirarse cada día en el espejo para aceptar su amputación, como le habían repetido una y otra vez en el grupo de apoyo, pero cuando se veía la cicatriz donde antes estaba su pecho izquierdo las lágrimas brotaban de sus ojos sin freno posible. Se puso un camisón y se metió en la cama, acurrucada, con los brazos cruzados y una mano sobre su cicatriz. Lloró, como lloraba cada día, hasta que el sueño venció a las lágrimas

2012/10/15

Morriña de lunes de otoño

El otoño me sienta mal, tan mal como perder el poco bronceado que me quedaba. Me veo pocha en el espejo, como un árbol que amarillea.
Será por eso que en un año de demasiados “adiós”, la morriña hace mella en mi ánimo con más facilidad.
Bastaron tres conversaciones para que hoy añore con toda mi alma el olor a sal.
Sería muy injusto decir que mi humor de otoño  es culpa de Madrid y más aún no valorar a mi “familia” elegida en la capital que están ahí y a los que quiero mucho. Tampoco sería justo menospreciar la vida de las calles madrileñas, los parques, los museos y los contrastes de lo castizo con las protestas, del rancio abolengo con los barrios más pintorescos.
Como todos los sentimientos, son cosa de uno mismo. Y yo hoy añoro “casa” y ese hogar,  esa una combinación extraña de espacio, costumbres y, sobretodo, de personas.
Hoy noto la soledad de las ciudades de paso, de los que se fueron porque estaban por un tiempo aunque para mi sean para siempre, de las épocas mejores o quizás, idealizadas.
Hay noches que el silencio de casa, solamente roto por el rum-rum de la lavadora a lo lejos y las teclas del ordenador bajo mis dedos, hace eco en mi pecho.
Hoy es uno de esos días.

El baño de lágrimas

Habían pasado quince años desde que entró por última vez en aquel vestuario. La sensación era extraña, de familiaridad y lejanía al tiempo. Lo recordaba más grande, como suele suceder cuando los lugares se fijan en los recuerdos.
Hacía el mismo olor a humedad, reinaba el mismo desorden y alboroto que antaño pero ella ya no pertenecía a él. Se sentía en cierta manera, una intrusa que se colaba en un mundo que ya no era el suyo.
La entrenadora de su hija le dedicó un saludo con la cabeza que hizo que reaccionara. Se había olvidado por completo que llevaba a su hija de ocho años de la mano. Se giró hacia la niña que la miraba sin saber muy bien qué hacer y le indicó que fuera junto a las demás niñas del equipo que se agolpaban alrededor de la entrenadora.
Aprovechó para ir al servicio. También hacía quince años que no entraba en él.
Sentada en el inodoro volvieron a su memoria los recuerdos más dolorosos que había vivido justamente en aquel baño.
Fue su último día. Perdió un combate y quedó eliminada en primera ronda. Salió de la pista, corrió hasta el vestuario y se encerró en aquel baño. No quería que la vieran llorar de rabia, de impotencia. Entre lágrimas decidió que había llegado la hora de dejarlo. Ya no se lo pasaba bien, competir ya no era un juego sino una obligación.
Recordaba haber abierto la puerta con los ojos todavía rojos y una decisión tomada, haberse duchado y cerrado la puerta  a una etapa de su vida.
Desde entonces no había pisado un tatami, ni se había puesto un kimono, ni había vuelto a aquel vestuario.
Salió y se encontró a su hija lista para salir, sentada en uno de los bancos. La acompañó hasta la pista, le dio un beso y se fue hacia las gradas, aunque su cabeza seguía en aquel baño de azulejos minúsculos en el que su sueño había terminado.

2012/10/09

La desmitificación del abrazo

Una de mis pinturas de Klimt favorita  es “La satisfacción” o también conocido como “El abrazo” . Antes de que fuera el pintor puesto de moda por Julia Roberts en “Elegir un amor” sus cuadros mosaicados me sedujeron. Si bien “El beso” representa la delicadeza , la pasión y la sensación de protección que me transmitía su Abrazo me parecía mucho superior.  En esa pintura la cara de ella está relajada, con esa sonrisa que se intuye tras la espalda de él, un “él” cualquiera, sin rostro.
Me gusta abrazar, ya lo he dicho más de una vez en este blog. Me gusta la sensación de demostrar cariño, apoyo, comprensión. No son como los besos, de saludo, de cariño, de pasión, que pueden ser verdaderos, o no. La sinceridad de un abrazo es otra cosa. Me gusta sentirme arropada, el placer de sentirme arropada en los brazos de alguien, el tacto de mis manos en la espalda de la otra persona. Que nadie se engañe, no abrazo a cualquiera, ni todos se los merecen ni todos serían bien recibidos, de ahí la grandeza de su valor.
Tras una conversación hoy me plantee qué es lo que me hacía apreciar más los abrazos que los besos: ¿protección? ¿inseguridad? ¿necesidad de posesión? ¿sentimiento protector? ¿empatía? Es más acabé planteándome por qué esa necesidad de abrazos de las mujeres tras hacer el amor. ¿Dependencia? ¿Soledad? ¿Enamoramiento? ¿Baja autoestima?
Así que me armé de la mejor de las armas para saciar la curiosidad, google, y busqué el origen de los abrazos, el por qué de los mismos y el por qué más en las mujeres.
Descubrí que los abrazos son una potentísima forma de comunicar, que producían beneficios tanto en quienes los recibían como quienes los daban. Me enteré de su poder, incluso, para retrasar el envejecimiento. Ahí dejo un artículo para quien quiera extenderse “Beneficios del abrazo”.
No contenta con eso, seguí con la parte B de la investigación: por qué las mujeres quieren abrazos tras una relación sexual. El motivo encontrado en varios artículos apunta, parece ser, a una razón puramente hormonal, lejos de cualquier razón psicológica. La culpable, parece ser, no es otra más que la oxitocina, que es mucho más que la hormona propiciatoria del parto.
Resulta que esta hormona, que se segrega en circunstancias amatorias también se segrega cuando nos abrazamos. Tras el acto sexual, las mujeres necesitan esa dosis “extra” de oxitocina mientras que los varones ven compensada o anulada esa necesidad por la testosterona. En resumen, que si una mujer quiere mimos tras una escena de pasión no es que necesite amor (o no solamente eso) y si un hombre no abraza a la fémina que está a su lado tras el éxtasis no es que no le guste, es que su cuerpo está por otras cosas.
Curiosa, la hormona esta.
Siguiendo con mis ansias de conocimiento abracil oxitocil, me he encontrado con otro artículo en el que se habla de la empatía, la confianza y la oxitocina.
Parece ser que aquellas personas que segregan más cantidades de oxitocina son más empáticas que las otras y tienen tendencia a ser más confiados, entendiendo esto como que son más dados a expresar lo que sienten. Se ha llegado incluso a considerar que los psicópatas tienen niveles muy bajos de dicha substancia. ¿Qué supone esto? Que una persona empática dará más abrazos y, a su vez, necesitará más de ellos.
Así que la conclusión es muy clara, adiós al romanticismo del abrazo, al poético cuadro de Klimt o a la preciosa escultura de Rodin. Tras palabras tan hermosas como abrazo, empatía y confianza, en gran medida, simplemente C43H66N12O12S2

2012/10/03

Pasiones en el trastero


La sensación de separación más o menos traumática por culpa de las circunstancias. Un punto y a parte, un adiós que en su día creyó definitivo.

No fue fácil cerrar la puerta y dejar atrás los buenos momentos, las alegrías, las risas y la intensidad. Los momentos más complejos, a ésos, fue fácil darles carpetazo. Quedó una espina y los buenos recuerdos, los minutos de realidad distorsionada por el tiempo.

Pasaron años y pasiones y otros momentos parecidos al dejar atrás esos otros amores.

Cada una de ellas le dejaba esas imágenes en la retina, en el corazón y alguna que otra herida que se resentía cuando iba a llover o cuando sonaba la canción apropiada.

Cosas de la vida.

Aquellas pasiones quedaban en la trastienda de su memoria, cuidadosamente empaquetadas.

Hacía algunos meses que le rondaba por la cabeza desempolvar una de ellas.

Aquella mañana de domingo se levantó y fue al trastero. Le costó un rato localizar la bolsa. Por fin, la encontró llena de polvo. Sacó un guante, un pasante y, por fin, su espada con la hoja protegida. La desenfundó y reconoció el ruido del acero que se deslizaba contra el plástico.

Agarró el puño anatómico y contempló el brillo de la cazoleta. Olió el metal, aquel perfume salado y frío que le recordaba viejas aventuras. Besó la cazoleta.

Estaban juntos de nuevo. Sonrió.

Salió del trastero empuñando su espada y la bolsa con el resto de su equipación al hombro. Apagó la luz, como si aquellos años no hubieran pasado y se dispusiera a tirar un nuevo asalto, aunque el contrincante, esta vez, fuera su propio destino.