La sensación de separación más o menos traumática por culpa
de las circunstancias. Un punto y a parte, un adiós que en su día creyó
definitivo.
No fue fácil cerrar la puerta y dejar atrás los buenos
momentos, las alegrías, las risas y la intensidad. Los momentos más complejos,
a ésos, fue fácil darles carpetazo. Quedó una espina y los buenos recuerdos,
los minutos de realidad distorsionada por el tiempo.
Pasaron años y pasiones y otros momentos parecidos al dejar
atrás esos otros amores.
Cada una de ellas le dejaba esas imágenes en la retina, en
el corazón y alguna que otra herida que se resentía cuando iba a llover o
cuando sonaba la canción apropiada.
Cosas de la vida.
Aquellas pasiones quedaban en la trastienda de su memoria,
cuidadosamente empaquetadas.
Hacía algunos meses que le rondaba por la cabeza desempolvar
una de ellas.
Aquella mañana de domingo se levantó y fue al trastero. Le
costó un rato localizar la bolsa. Por fin, la encontró llena de polvo. Sacó un
guante, un pasante y, por fin, su espada con la hoja protegida. La desenfundó y
reconoció el ruido del acero que se deslizaba contra el plástico.
Agarró el puño anatómico y contempló el brillo de la
cazoleta. Olió el metal, aquel perfume salado y frío que le recordaba viejas
aventuras. Besó la cazoleta.
Estaban juntos de nuevo. Sonrió.
Salió del trastero empuñando su espada y la bolsa con el
resto de su equipación al hombro. Apagó la luz, como si aquellos años no
hubieran pasado y se dispusiera a tirar un nuevo asalto, aunque el
contrincante, esta vez, fuera su propio destino.
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