Por fin, tras una caminata de varias horas por un sendero
flanqueado por campos de arroz y maleza, llegamos al poblado Toraja en el que
íbamos a dormir aquella noche.
El único paso que comunicaba la pequeña aldea con el mundo
era un puente hecho de leños irregulares que se alzaba a varios metros sobre un
riachuelo tan estrecho que no podían pasar dos personas a la vez. Me sentí una
gimnasta sobre la barra de equilibrios dando aquellos cuatro o cinco pasos
escasos que me adentraban en el mundo Toraja.
Nos esperaban. Nos habían preparado té y los niños se
acercaban a nosotros repitiendo ‘bombón, bombón”.
El guía, seguido de dos mujeres que carreteaban un par de
enormes teteras nos condujo hacia un camino escarpado al otro lado del pueblo
que llevaba a un claro de vistas inmejorables para ver la puesta de Sol.
Mientras el grupo se sentaba en las esteras que habían
dispuesto en el suelo, yo preferí dar una vuelta de reconocimiento por el
pueblo y dedicarme un rato de soledad para poner en orden mis impresiones del día.
Finalmente, me senté en una construcción de madera, una
especie de tarima alzada con un techo en forma de barco, característico de la
zona. Saqué mi diario de viaje y un bolígrafo de la mochila mientras me
observaban, a cierta distancia, algunos niños.
Me puse a escribir y se organizó un gran revuelo a mi alrededor.
Los niños se acercaron a mí y empezaron
a mirar cómo garabateaba en mi diario algo que era evidente que no entendían.
También se acercó algún adulto que me sonreía sin poder apartar la vista de mi
mano izquierda cogiendo el bolígrafo con la gracia característica de una zurda
que enrosca la mano para escribir.
Con gestos y dos palabras escasas en inglés, algunos me
mostraban su sorpresa al ver que escribía y, más aún que lo hacía con la otra mano.
El grupo a mi alrededor era cada vez era más numeroso y
estaba más cerca de mí, tanto que algunos niños se asomaban tras mi espalda mientras
otros tocaban tímidamente las letras que acababa de escribir como si quisieran
notar el relieve sobre el papel.
Me sentí desconcertada y algo triste.
Aquella reacción no era de un pueblo escolarizado, como nos
había asegurado el guía sino de personas que no habían visto escribir a nadie
en su vida o, al menos, no con fluidez.
Justo frente a mí había un niño de cinco años escasos, enormes
ojos almendrados, pelo cortado a trasquilones, con la nariz llena de mocos
secos y una camiseta que en otro tiempo debió ser verde que me miraba como si
yo fuera una extraterrestre mientras se chupaba tres dedos de la mano cual chupa-chups.
Pasé una página de mi diario y empecé a dibujar su retrato
en una hoja en blanco. Se empezaron a oír risas a mi alrededor y las caras de
sorpresa pasaron a ser sonrisas.
El grupo se cerró aún más sobre mí y algunos llamaban a los
que pasaban por la calle para que se acercaran a ver.
Cuando acabé el dibujo le pregunté el nombre en inglés sin
éxito, después con señas hasta que una de las niñas más mayores me deletreó su
nombre. Arranqué la hoja y se lo regalé. Sonrió dejando ver sus encías sin dientes , lo cogió con sus deditos chupeteados y
se lo enseñó a los otros.
Tras aquel dibujo hice otro, y otro. Me pedían que les
dibujara flores y princesas. “Princess, princess!”. Cada vez, mi “traductora”
me deletreaba el nombre. Pensé que las princesas estaban de moda en cualquier
parte del mundo.
Finalmente, le hice uno a ella, a mi traductora, que, aunque debía tener unos trece años pidió una princess
como los demás. Al acabarlo le pedí que fuera ella quien escribiera su nombre.
Agarró el bolígrafo con la mano derecha y escribió en letra
de palo y con dificultad su nombre. Se llamaba Nadia.
Me entristeció terriblemente confirmar mis sospechas de que
la educación que recibían aquellos niños no era, ni de lejos, la que deberían.
Se me encogió el corazón aún más.
Seguí haciendo un dibujo tras otro hasta que se puso el Sol
definitivamente y no quedó luz para más.
Volví junto al grupo. Me preguntaron qué había hecho todo
ese rato.
-
He estado dibujando – contesté.
Entonces me contaron que habían visto a los niños sonriendo
y comparando unos dibujos hechos en pequeñas hojas de papel y que no sabían de
dónde habían salido.
No pude más que sonreír yo también y sentirme bien por haber
podido ser parte de sus juegos, aunque sólo fuera por un rato.