2012/08/26

Una "princess" por una sonrisa


Por fin, tras una caminata de varias horas por un sendero flanqueado por campos de arroz y maleza, llegamos al poblado Toraja en el que íbamos a dormir aquella noche.

El único paso que comunicaba la pequeña aldea con el mundo era un puente hecho de leños irregulares que se alzaba a varios metros sobre un riachuelo tan estrecho que no podían pasar dos personas a la vez. Me sentí una gimnasta sobre la barra de equilibrios dando aquellos cuatro o cinco pasos escasos que me adentraban en el mundo Toraja.

Nos esperaban. Nos habían preparado té y los niños se acercaban a nosotros repitiendo ‘bombón, bombón”.

El guía, seguido de dos mujeres que carreteaban un par de enormes teteras nos condujo hacia un camino escarpado al otro lado del pueblo que llevaba a un claro de vistas inmejorables para ver la puesta de Sol.

Mientras el grupo se sentaba en las esteras que habían dispuesto en el suelo, yo preferí dar una vuelta de reconocimiento por el pueblo y dedicarme un rato de soledad para poner en orden mis impresiones del día.

Finalmente, me senté en una construcción de madera, una especie de tarima alzada con un techo en forma de barco, característico de la zona. Saqué mi diario de viaje y un bolígrafo de la mochila mientras me observaban, a cierta distancia, algunos niños.

Me puse a escribir y se organizó un gran revuelo a mi alrededor. Los niños se acercaron a mí  y empezaron a mirar cómo garabateaba en mi diario algo que era evidente que no entendían. También se acercó algún adulto que me sonreía sin poder apartar la vista de mi mano izquierda cogiendo el bolígrafo con la gracia característica de una zurda que enrosca la mano para escribir.

Con gestos y dos palabras escasas en inglés, algunos me mostraban su sorpresa al ver que escribía y, más aún que lo hacía con la otra mano.

El grupo a mi alrededor era cada vez era más numeroso y estaba más cerca de mí, tanto que algunos niños se asomaban tras mi espalda mientras otros tocaban tímidamente las letras que acababa de escribir como si quisieran notar el relieve sobre el papel.

Me sentí desconcertada y algo triste.

Aquella reacción no era de un pueblo escolarizado, como nos había asegurado el guía sino de personas que no habían visto escribir a nadie en su vida o, al menos, no con fluidez.

Justo frente a mí había un niño de cinco años escasos, enormes ojos almendrados, pelo cortado a trasquilones, con la nariz llena de mocos secos y una camiseta que en otro tiempo debió ser verde que me miraba como si yo fuera una extraterrestre mientras se chupaba tres dedos de la mano cual chupa-chups.

Pasé una página de mi diario y empecé a dibujar su retrato en una hoja en blanco. Se empezaron a oír risas a mi alrededor y las caras de sorpresa pasaron a ser sonrisas.

El grupo se cerró aún más sobre mí y algunos llamaban a los que pasaban por la calle para que se acercaran a ver.

Cuando acabé el dibujo le pregunté el nombre en inglés sin éxito, después con señas hasta que una de las niñas más mayores me deletreó su nombre. Arranqué la hoja y se lo regalé. Sonrió dejando ver sus encías sin dientes , lo cogió con sus deditos chupeteados y se lo enseñó a los otros.

Tras aquel dibujo hice otro, y otro. Me pedían que les dibujara flores y princesas. “Princess, princess!”. Cada vez, mi “traductora” me deletreaba el nombre. Pensé que las princesas estaban de moda en cualquier parte del mundo.

Finalmente, le hice uno a ella, a mi traductora, que, aunque debía tener unos trece años pidió una princess como los demás. Al acabarlo le pedí que fuera ella quien escribiera su nombre.

Agarró el bolígrafo con la mano derecha y escribió en letra de palo y con dificultad su nombre. Se llamaba Nadia.

Me entristeció terriblemente confirmar mis sospechas de que la educación que recibían aquellos niños no era, ni de lejos, la que deberían.

Se me encogió el corazón aún más.

Seguí haciendo un dibujo tras otro hasta que se puso el Sol definitivamente y no quedó luz para más.

Volví junto al grupo. Me preguntaron qué había hecho todo ese rato.

-        He estado dibujando – contesté.

Entonces me contaron que habían visto a los niños sonriendo y comparando unos dibujos hechos en pequeñas hojas de papel y que no sabían de dónde habían salido.

No pude más que sonreír yo también y sentirme bien por haber podido ser parte de sus juegos, aunque sólo fuera por un rato.

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