2006/09/11

Sonrisas al ponerse el sol

El barco se acercaba lentamente a la orilla. Ya nos estaban esperando, saludándonos con la mano entre risas y gritos. Bajamos por la tabla que hacía de pasarela que se clavaba en aquella tierra arcillosa, roja, la más fértil que había visto nunca. Nos dirijíamos al pueblo rodeados de risas y gritos de alegría de aquellos niños de tez oscura, pintada con tanaka qe saltaban descalzos por aquel camino fangoso. El pueblo estaba a escasos doscientos metros, oculto por la vegetación magestuosa, salvaje, inmensa. Lo formaban unas pocas casas de paredes de bambú de dos niveles, uno a pie de tierra y otro elevado para guarecerse en época de lluvias, como aquélla, en que las riadas son frecuentes. Entramos en una de las propiedades, una casa y un patio con un pequeño cercado en el que había algunos animales. Los niños reían y saltaban. Bombon, bombon! decían algunos. Sabían que unos turistas despistados seguro que les traían alguna cosa. Sacamos las bolsas de caramelos de las mochilas y el guía hizo poner en fila a las docenas de niños que se arremolinaban a nuestro alrededor. Los había de todas las edades, con aquellos ojos grandes y el pelo tan negro que nos miraban y nos sonreían. Mientras les iba dando caramelos, me fijaba en sus ropas, limpias pero raídas y sus pies descalzos. Me fijé que recibían el caramelo con la mejor educación, tímidamente, con la mano derecha y la izquierda sujetándose el codo derecho. Algunos, incluso, se peinaban mientras esperaban turno en la fila. Y me sentí mal. Me dolió ser la turista que viene con una bolsa de caramelos y luego se va. Me dolió que aquellos niños no tuvieran una camiseta nueva mientras en "mi mundo" los hay que tienen tantas cosas que no las valoran. Mientras pensaba eso, le fui a dar un caramelo a un niño algo mayor que se quedaba al fondo. Movió la cabeza negativamente y me señaló a los más pequeños mientras sonreía. Mis ojos tuvieron que hacer un esfuerzo para no llorar. El cielo lo hizo por mí. Empezó a llover como sólo sabe hacerlo el monzón. De camino al barco, mientras me peleaba con mi chubasquero amarillo chillón me crucé con un hombre enjuto , descalzo y vestido sólo con un lonji arremangado y un sombrero de paja. Se empezó a reír a carcajada límpia con su boca desdentada. Realmente debía ser cómico ver a una turista peleándose con un plástico amarillo con un pájaro azul y rojo pintado. Cuando por fin conseguí colocarme el puñetero trasto, cruzamos una mirada y nos reímos los dos. No sé cómo explicarlo pero aquel momento de risas sinceras, de cruce de miradas bajo el aguacero sin palabras fue lo mejor del día. Y mientras volvíamos en el barco y se ponía el sol, veía a aquellos niños en la orilla, a lo lejos, que habían sido felices por tener unos caramelos mientras al fondo brillaba una hermosa pagoda dorada que se reflejaba en el río. No pude hacer otra cosa que sonreir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bello Post!

Armas dijo...

Lo del niño es una pasada!!!. Cuanta humanidad, tan pequeños y tan sabios y buena gente...