Habían pasado quince años desde que entró por última vez en
aquel vestuario. La sensación era extraña, de familiaridad y lejanía al tiempo.
Lo recordaba más grande, como suele suceder cuando los lugares se fijan en los
recuerdos.
Hacía el mismo olor a humedad, reinaba el mismo desorden y alboroto
que antaño pero ella ya no pertenecía a él. Se sentía en cierta manera, una intrusa
que se colaba en un mundo que ya no era el suyo.
La entrenadora de su hija le dedicó un saludo con la cabeza
que hizo que reaccionara. Se había olvidado por completo que llevaba a su hija de
ocho años de la mano. Se giró hacia la niña que la miraba sin saber muy bien qué
hacer y le indicó que fuera junto a las demás niñas del equipo que se agolpaban
alrededor de la entrenadora.
Aprovechó para ir al servicio. También hacía quince años que
no entraba en él.
Sentada en el inodoro volvieron a su memoria los recuerdos más
dolorosos que había vivido justamente en aquel baño.
Fue su último día. Perdió un combate y quedó eliminada en
primera ronda. Salió de la pista, corrió hasta el vestuario y se encerró en aquel
baño. No quería que la vieran llorar de rabia, de impotencia. Entre lágrimas decidió
que había llegado la hora de dejarlo. Ya no se lo pasaba bien, competir ya no
era un juego sino una obligación.
Recordaba haber abierto la puerta con los ojos todavía rojos
y una decisión tomada, haberse duchado y cerrado la puerta a una etapa de su vida.
Desde entonces no había pisado un tatami, ni se había puesto
un kimono, ni había vuelto a aquel vestuario.
Salió y se encontró a su hija lista para salir, sentada en uno
de los bancos. La acompañó hasta la pista, le dio un beso y se fue hacia las gradas,
aunque su cabeza seguía en aquel baño de azulejos minúsculos en el que su sueño
había terminado.
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