2009/11/01

Un hogar en una acera

Cada vez que pasaba por aquella calle me preguntaba cómo se podía llegar a esa situación.
Descubrí aquella calle en uno de tantos paseos por la ciudad, uno de ésos sin rumbo, sin hora y sin tiempo que me llevan a perderme hasta, a veces, tener que echar mano del callejero que siempre me acompaña.
Era una de esas calles céntricas y estrechas,grises, algo oscura, con un edificio abandonado, funcional de los setenta, gris, envuelto en polvo gris, que en otros tiempos debió albergar montones de oficinas repletas de empleados grises.
La que fue la entrada formaba un porche de un metro de profundidad que parecía el lugar perfecto para que un vagabundo se instalara con sus cartones. Y allí estaba.
Pero aquél no era un vagabundo cualquiera.
Además de los cartones a modo de catre , aquél había montado una especie de salón junto a una de las paredes que había cubierto con una tela de saco de la que colgaban adornos e, incluso una flor de plástico.
También había una cocina de cámping gas y unas cacerolas ordenadas.
Aquellos metros de acera no eran un simple lugar donde descansar los huesos sino una casa completa.
Cada vez que pasaba por allí me sentía como una intrusa que se colaba en casa de alguien sin preguntar, sin pedir permiso. Me sentía incómoda, aunque seguía pasando por allí.
Afortunadamente nunca me había encontrado con el inquilino del lugar, así que al menos no era tan violento como si me colara en una intimidad a la nadie me había invitado.
Pero el otro día, al mediodía, me encontré la casa en plena actividad.
Había una silla, una mesa de cámping con un hule de flores, un vaso, dos botellas de cerveza de litro, una servilleta de tela a cuadros y unos cubiertos.
Me sorprendió que hubiera dos pares de cubiertos, de ensalada y de pescado, tan perfectamente dispuestos en aquella mesa en medio de la calle.
Entonces reparé en la lata de sardinas que esperaba abierta en la esquina superior derecha de la mesa.
Me dejó desconcertada la imagen de aquellos cubiertos que mantenían el sibaritismo en alguien que vivía en una acera y comía sardinas.
¿Quién debía ser aquella persona que no podía o no quería comer pescado sin el cubierto adecuado pero dormía entre cartones a la intemperie?
Dí un vistazo rápido por la calle para ver si podía descubrir a aquel inquilino de acera desconocido. Allí estaba en su "cocina" preparando su ensalada.
Era un hombre mayor, tal vez envejecido sin serlo, enjuto, menudo, de pelo cano, ni largo ni corto, barba recortada, cuidada, blanca.
Sus ropas no estaban demasiado nuevas aunque no parecían sucias: un pantalón gris, una camisa de rayas, un jersey, un pañuelo anudado al cuello.
Tenía aire de vagabundo, adquirido a la fuerza, al dormir entre cartones.
La sensación de intrusa me llevó a cambiar de acera antes de que me viera, para no molestar.
Descubrí, entonces, que no había caído que me faltaba una habitación de la casa por ver: el retrete.
El olor a orín,a rancio, a agrio, me llevó a apresurar el paso y a olvidar las preguntas que me hubiera gustado hacerle a aquel hombre.
Aún así, mientras me alejaba, una de ellas se repetía, una y otra vez: ¿quién es ese hombre?

3 comentarios:

el nom de la rosa dijo...

A saber qué historia tiene detrás este mendigo que come con cubiertos...
Cuando ocurrió el salvaje asesinato de aquella mendiga del cajero automático, aparecieron varios artículos contando cómo una secretaria de alta dirección cayó de una vida cómoda al infierno de dormir en la calle. En su caso, perdió la cabeza por amor, abandonó su familia, y la vida la acabó por abandonar a ella.

Unknown dijo...

Creo que estas historias nos muestran lo fina que es la linea entre unos y otros, que hoy estamos aquí y mañana no se sabe donde.

Palabra de verificación: pucherru ,-)

1600 Producciones dijo...

Bonito, bonito!

Saludos